Matzneff: Vanessavirus (2021)

PRESENTACIÓN

En los últimos tiempos soplan en Europa vientos cargados de un fanatismo moralista que ha invadido plazas, salones, redes sociales, redacciones de periódicos y editoriales de varios países, entre los que se encuentra la civilizadísima Francia. De este modo, los miles de descendentes de las prolíficas «tricoteuses» de la Plaza de la Revolución siguen desarrollando, con celo ejemplar, su antigua labor apenas se las presenta la ocasión.

El caso Matzneff -una condena a muerte civil sin juicio, con comminación incluso de penas accesorias- recuerda en ciertos aspectos (si parva lices…) el caso Calas, con la no ligera diferencia de que estos al menos tuvieron un juicio. Si Voltaire pudiera hojear este libro se volvería espantado a la tumba.

Vanessavirus es la historia de una caza al hombre, es la historia de un asesinato.
/EQP

#vanessavirus

VANESSAVIRUS

I
He sobrevivido al coronavirus. No sobreviviré al vanessavirus. Estamos en 2020, tengo ochenta y cuatro años, un cáncer (el cáncer de los ancianos, el menos poético, no insistamos), mis carótidas se obstruyen, mis vértebras de viejo caballero suenan como castañuelas, no me queda mucho. El escritor Gabriel Matzneff no resucitará de sus cenizas antes de que el Señor lo llame a Su Seno. A pensar que suceda, lo que -«vistas las condiciones atmosféricas», como decía Baby-Boom, alias Marie-Élisabeth- es aleatorio, mi rehabilitación será póstuma. Moriré anatemizado, enclavado a la picota 1.
La caza al hombre, de la que soy presa fácil desde los últimos días de diciembre de 2019, es una abominación. Algunos de mis amigos (aún me queda alguno) me aseguran que no se había asistido en Francia a una masacre tan odiosa y violenta desde los tiempos del affaire Dreyffus. Una sentencia de muerte pronunciada por aquella que me inspiró el personaje de Allegra en Harrison Plaza; cumplida a tambor batiente por el ambiente literario, por los medios de comunicación, por las sectas puritanas, por la ministra de Cultura y por esa inmundicia bautizada como «redes sociales».
¿El capitán Dreyfus? No me gusta el parangón. A pesar de toda mi admiración por Vigny, yo no soy un personaje sacado de las páginas de Servidumbre y grandeza militar; no soy un oficial leal acusado injustamente de traición; yo soy un escritor y si la sociedad francesa me ha precipitado sin escrúpulos en el horno ardiente del rey Nabucodonosor, quemado vivo, reducido § cenizas, no es a causa de una traición que no he cometido sino a causa de los libros que he escrito con la sangre de mi corazón, firmados, publicados; a causa de mi trabajo del que estoy orgulloso y que reinvindico hasta la última coma. El valiente capitán Dreyfus era inocente. Yo no lo soy. Soy culpable de haber adorado la libertad, la belleza, el amor, y, gracias a los dones que me otorgaron las hadas inclinadas sobre mi cuna, soy culpable de haber permitido que estas pasiones, con una pluma, la tinta y el papel, se encarnen en obras algunas de las cuales, me atrevo a esperarlo, me sobrevivirán; y harán palpitar corazones adolescentes mucho tiempo después de que el mío no será sino polvo en una urna o en un sepulcro.
De esta caza al hombre no he leído, visto ni escuchado nada en directo. Por fortuna, cuando empezó, estaba en Italia. El 21 de diciembre había dejado París por Roma donde, como en los años precedentes, pasaba la Navidad. La prensa francesa, por lo que parece, ha escrito que había «huido» a Italia. ¡Menuda pandilla de idiotas! Con una amiga, habíamos reservado nuestras habitaciones en un hotel junto a la plaza Navona, y comprados los billetes de avión a fines de agosto; simultáneamente había reservado a partir del 3 de enero una habitación en un centro benessere de la costa ligur donde tengo la costumbre, desde mayo de 2015, de hacer dos veces al año retiros saludables.
En resumen, cuando una semana antes de la salida del libro de Vanessa, uno de mis amigos o amigas romanos -no sé bien si Giuliano Ferrara, Daniela Fuganti, Michele Canonica o Maurizio Serra- aludió al dosier publicado contra mí en un periódico parisino «L´affaire Matzneff» (¡sic!), no solamente ignoré esas páginas hostiles, sino que me persuadí todavía más de la necesidad de no saber nada de lo que se habría dicho o escrito sobre mí durante la campaña de exterminio que se preparaba.
En la época de mi primer libro, bajo el consejo de Montherland, me había suscrito al Argus de la Stampa, gracias al que recibía todos los artículos que me concernían, era útil y, para un autor debutante, divertido, pero más tarde, cuando los ritagli sobre mis supuestas malas costumbres se hicieron más numerosos que los literarios, dedicados a mi labor de escritor, comuniqué a Laurence d´Aramnon -entonces a la guía de Argus- mi intención de deshacer la suscripción. Laurence pensó que el motivo podía ser económico, y sabiéndome al verde me dio un año de servicio gratuito, amigable, pero al año siguiente, habiéndole explicado que el único motivo de mi decisión era de no saber más nada de cuanto si escribía o se decía de mí en los medios de comunicación, esaudí mi deseo.
Este deseo de protegerme del mundo exterior, esta inclinación a meter la cabeza en la arena como los avestruces, tenía origen, según cuanto me explicó una vez un médico, en mis tendencias esquizoides y paranoides (por las que fui curato, pero no curado). Es posible, pero, en todo caso, es mi naturaleza, mi physis; es mi temperamento.
En un ensayo titulado La dietetique de lord Byron -testimonio de mi gratitud hacia un amado maestro que en la adolescencia me ayudó a conocerme a mí mismo, a aceptarme, pero también un autorretrato- noto con júbilo la voluntad de Byron de ignorar las malvadas noticias susceptibles de turbar su noncuranza, de ponerlo de mal humor:

«Provava placer de no ser al corriente de nada, reclamaba el derecho a la ignorancia, y saboreaba como conocedor la alegría sutil de eludir los acontecimientos. En Venecia no abría nunca un periódico, inglés o italiano, y en Rávena escribió a Murray: «No me envíes ninguna publicación inglesa moderna o, como se dice, «novedad» de ningún tipo. No me envíes ningún periódico, ni el Edinbourg ni el Queterly ni la Monthly, ni ninguna otra revista, publicación o periódico, inglés o extranjero, de ningún tipo». Sin embargo, exige pasta de dientes, cepillos de dientes y bicarbonato de sodio.».
Durante el coronavirus he respetado, diligente, lo que en jerga se llaman «gestos barrera», «distanciamiento social»; en lengua plana son consejos de prudencia de los médicos. Así, al culmen de la crisis, en esta Italia del Norte en que las Parcas portaban ruina seca, ho scansato i morsi cattivi del Diablo, En cuanto al Vanessavirus, he tenido menos suerte: los cazadores emitían sus hallali, no he podido escapar a la muta, el débuché fu sonnato, después la curée. Entre tanto, por derisorio que fuese, gracias a la impecable organización que me consintió de tenerme al riparo de la caza desplegada -me llegaban solo, endulzadas, de más allá de los Alpes, ecos lejanos del odio coral – he sabido preservar mi noncuranza, mi spaienzarettezza, como dirían los italianos.

Gracias a la resolución de permanecer ignorante a lo que se decía y escribía contra mí, pude conservar una cierta serenidad, resistir a la cotidiana tentación de adentrarme en la noche, bajo un cielo lleno de estrellas, para anegarme en este ciceroniano Mar Ligure a los bordes del que, en una total soledad, sobrevivo.

Amigos y amigas tenían la instrucción de no informarme más que de las buenas noticias, en cuanto a las malas, abstenerse a lo estrictamente necesario; se debía velar la terrible realidad.
Las amenazas de muerte, las apelaciones al linchamiento, las abyectas manifestaciones bajo la ventana de mi domicilio (un gran periódico parisino deseoso de facilitar la tarea de los linchadores había publicado mi domicilio), los manifiestos de odio affissi en los muros del Barrio latino, al pari de la indiferencia con la que el ministro del Interior acogía estas apelaciones al linchamiento, estas amenazas de muerte, estas manifestaciones de odio (quizá para ofrecerme protección esperaba que yo fuese decapitado por algún virtuoso checheno seguaz de Twitter y de facebook), de todo lo que yo no he tenido contezza más wu mucho más tarde.

Una ex mía que me había quedado vecina, amable pero strampalata, no resistiendo al equívoco placer, a pesar de scongiigarse de no hacerlo, de scagliarmi encima los nombres de los que se habían siempre dichos mis amigos pero, al momento de la prueba, se rebelaban como despreciables traidores, cobardes que vestían la librea de eisonorante del renegado. «Matzeff? No, no es amigo mío, che cosa mai pensate, apenas lo conozco». los que interrogados por los periodistas sobre el «affaire», pedían temblando perdón por haber testimoniado admiración por este Belcebú, elogiado sus libros, y para hacer olvidar estos errores culpables e tibili di nuocere a su carrera, se prosternaban ante Vanessa, el icono de la rue des Saints-Peres (icono que yo había adorado desde el miércoles 6 de noviembre de 1985, estos babuinos llegaron con treinta y cinco años de retraso), fu da me advertido qye desde ese momento in poi avrei cancellato sin leerle sus emailes y que no los habría respondido al teléfono.

Poe lo tanto, gracias a la resolución de permanecer ignorante de cuanto se decía y escribía contra mí, resistir a la cotidiana tentación de inoltarmi en la noche, bajo un cielo lleno de estrellas, para anegarme en este ciceriano Mar Ligur a los bordes del que, en una total soledad, sobrevivi.

II
En estas líneas está la verdad. Al mismo tiempo he callado lo esencial.
Los insultos, las calumnias, las amenazas, las bajezas con las que me ha gratificado la sociedad francesa, el inmundo vómito expectorado por personas envidiosas decididas a arrancarme la piel, claro que tenía razón de rechazar tomar nota de todo eso, pero tengo la piel dura: que mis compatriotas me hayan transformado en M. el Maldito no era más que una irrelevante bagatela al lado del único, verdadera e incurable sufrimiento: la renuncia de Vanessa, el puñal que treinta y cuatro años después esta mujer de la que fui, en su adolescencia, el primer amor, que vivió conmigo el paroxismo de la pasión, me metió en el corazón.
No he leído ni escuchado las porquerías de los medios de comunicación, como no he leído el libro de Vanessa ni lo he hojeado, ni siquiera tenido entre las manos, pero la sustancia no cambia porque un amigo, miembro del comité de lectura de su casa editorial, el 30 de noviembre de 2019, me dijo grosso modo el contenido.
Una fatwa cuyo objetivo era destruirme, y que este objetivo lo ha conseguido.
En todo caso, si hubiera leído el libro

III
No me escondo tras un velo.

IV
Fuimos por tanto castigados, expulsados del paraíso, por mi culpa. Por la culpa de tener un pasado. Por la culpa de haber publicado, antes de nuestro encuentro, libros que la herían atormentaban; que tras largos meses de felicidad, de pasión recíproca, la impidieron seguir viviendo nuestro amor en paz y feliz calma. Así que ella rompió, y ambos sufrimos; con todo todavía éramos vecinos.
Nos vimos más veces después de que el 6 de enero de 1998, de vuelta de Manila con el manuscrito de Harrizon Plaza en la maleta, descubrí en el hotel Taranne su carta de despedida, y siempre fue un reencuentro tierno, cómplice.
El 20 de abril de 1988 la escribí:

Vanessa, mi querido amor, por primera vez desde aquel terrible 6 de enero respiro libremente. Ayer, amor mío, me has quitado la piedra que pesaba tanto sobre mi pecho. Nuestra conversación, tu carta sublime, tu tierna y diáfana presencia mientras firmaba los ejemplares en el salón del libro, gracias a ti renazco.

De hecho, nuestro reencuentro en el salón del libro de París, tres meses después de su decisión de romper, fue particularmente dulce. Dan testimonio las fotografías que Sylvia Maubec nos tomó juntos, y aún más la carta de Vanessa que ya he evocado -una carta de cinco páginas fechada el 19 de abril que empieza con estas palabras: «Gabriel, amor mío, te amo tanto, nunca dejaré de amarte, hasta la muerte».
Esta y todas las otras cartas que me escribió mi tan preciosa amante están hoy en la comisaría de la policía judicial y del procurador de la República. Estoy escandalizado de este secuestro de mis archivos amorosos depositados en 2004 en la abadía d´Ardenne y destinados no ser abiertos hasta muchos años después de muerto, pero estoy también satisfecho de que los actores de la investigación puedan constatar de visu que estas cartas escritas por Vanessa durante nuestro amor, verifican, corroboran, la exactitud de cada página, de cada cada párrafo, de cada línea, de cada palabra de La prunelle de mes yeux; sean ellas el fiel diario íntimo de lo que fue nuestra vida.
[…]
Qué diablos habrá transformado a Vanessa?
Uno de mis libros de cabecera es De rerum natura de Lucrecio. Desde la adolescencia estoy fascinado por este poema a la gloria del ateísmo que empieza con una ferviente invocación a la más voluptuosa de las divinidades, Venus. Este es el ateísmo que me gusta. Por contra, nada más triste que el ateísmo de los que son incapaces de agradecer a los dioses los placeres felices que nos han regalado en su benevolencia. De todos los pecados, la ingratitud es uno de los peores.
Que Vanessa se arrepienta de haberme amado, ¡qué tristeza! Haber vivido con su primer amante una extraordinaria historia de amor y, treinta y tres años después, arrojar a ese amante para que lo devoren los perros, ¡qué impiedad!

V
En Bordighera me enteré a través de amigos que me tenían al corriente de los acontecimientos parisinos que la ralea de chacales había pasado muy pronto de la acusación de haber sido amante de Vanessa algunos meses antes de su edad legal a la exhumación -en el 2020!- de viejas culpas confesadas en libros por mí escritos cuarenta o cincuenta años antes.

VI
Si las jóvenes sobreexcitadas que a comienzos de 2020 invadieron la calle de París en la que pensaban que yo vivía, me anatemizaron ruidosamente y pegaron manifiestos injuriosos, se hubieran tomado la pena, antes de indignarse, de leer mis libros, en particular Nous n´irons plus au Luxembourg, profética novela ecologista aparecida en 1972 que todos los Verdes deberían conocer de memoria, y Les passions schimatiques, un ensayo que en el momento de su publicación, en 1977, fascinó a mis amigas lesbianas, en especial el capítulo titulado «La mujer», sabrían que soy lo opuesto a un macho, a un manipulador, a un predador, que no merezco ninguna de esas odiosas etiquetas que me quieren pegar en la frente.

VII
Es extraño, pero la publicación de un libro en el que -vista la odiosa caza al hombre que ha provocado no es necesario haberlo leído para saberlo- Vanessa me hace un retrato denigratorio, vitriólico, cuyo objetivo es causar mi ruina, no modifica en nada mis sentimientos hacia ella.

VIII
He merecido este encarnizamiento? Sea cual sea la respuesta, sí o no, no contéis conmigo para lamentarme. No es mi estilo la lamentela, para nada. Sustine et abstine, este mantra de los estoicos lo hago mío como nunca.

IX
En las pocas líneas que el Littré le dedica a la palabra «bohème», el primero de los sentidos que le viene atribuido es étnico: «Se dice también para significar Egipcios y Gitanos».

X
Una amante explosiva. Lo esencial era que nos adorábamos. Poco importaba su carácter irascible. Yo también lo era.

XI

Una de mis ex, que no soporta mi tono benévolo cuando hablo de Vanessa, se enfurece y se pone a gritar: «Pero cómo es posible que no lo entiendas. Esa mujer te odia. Te odia!».
Tonterías. Vanessa no tiene ningún motivo para odiarme y no me odia. Durante los casi dos años de nuestra aventura apasionada fui yo el más enamorado, el más tierno, el más servicial de los amantes. Me comporté mal con Marie-Élisabeth, con Diane, igual que con Marie-Agnès, y aún siento el remordimiento, pero Vanessa, en tanto que estuvimos juntos, su felicidad fue mi principal preocupación.
He hecho de todo para que fuese feliz, para ayudarla a convertirse en ella misma plenamente. El ambiente parisino en que crecía era tan bilioso, un verdadero nido de víboras; hacerla libre, ese fue mi objetivo, del primero al último beso. No puedo imaginar que en su libro haya pensado en sostener lo contrario.
Si en el ápice de nuestros amores hubiera sido yo quien hubiera decidido de romper, de abandonarla, entonces tendría un buen motivo para odiarme, pero pasó lo contrario y no la permito de imitar al director de Carmen; de invertir los papeles. La que mató nuestra pasión extraordinaria fue ella; y el remordimiento de ese crimen es la verdadera razón de sus dificultades posteriores para vivir. Que no se preocupen aquellos la han atizado contra mí, el culpable no es nuestro amor sino su decisión de ponerle fin.
Releo mi diario, mis poemas; releo sus cartas. A cada página, a cada línea, se fortifica mi certeza de no haberla obligado nunca a nada: nunca la he robado un beso, una caricia; todo lo que hemos vivido en la intimidad amorosa, lo hemos deseado y decidido juntos.
La conocí en una cena en casa de Ariane Fasquelle, el miércoles 6 de noviembre de 1985. Me enamoré inmediatamente y tuve la impresión de que no la disgustaba, pero pasaron muchos meses antes de que nos volviéramos a ver. Mis probabilidades de éxito eran iguales a cero, y sin embargo pensaba en ella sin pausa. El 13 de mayo del año siguiente anoté en mi diario: Conquistar a Vanessa? Tengo unas ganas terribles, pero no tengo apenas esperanzas.»
El 20 de mayo nos volvimos a ver, tomamos un café en la calle Saint-André-des-Arts, y después dimos cuatro pasos por el barrio. Ese mismo día la escribí: «Estaba tan emocionado de verla, de estar con usted, a su lado! … Me moría de ganas de besarla, pero no habría cedido a la tentación por la calle ni en un café del Barrio Latino. Además, para un beso, son dos los que deben tener ganas».
Vanessa no se dio prisa en responderme. Enamorado, es decir, impaciente, caí en la melancolía: estaba claro que ni interés hacia ella no era recíproco, había fracasado, tocaba desaparecer. Diex días más tarde, el 30 de mayo, recibí la sorprendente carta que he transcrito en La prunelle de mes yeux, en la que Vanessa mi confía sus esperanzas, sus parensiones, y concluye con estas palabras: «yo también me moría de las ganas de besarle».
El 1 de junio nos citamos en las gradas de la iglesia de San Sulpicio, mi corazón batiendo como un tambor, pero un contratiempo la impidió de venir. Invitado el 5 de junio por la Fnac de Burdeos, en el avión leí a Malebranche, sus páginas sobre el amor de unión y el amor de benevolencia. Anoté en mi diario que los dos amores no son antinómicos:
«Sí, espero que Vanessa me haga feliz, pero al mismo tiempo quiero con la misma fuerza que yo sea para ella una fuente de luz y de florecimiento, una ocasión de despertar, de plenitud».
Dos días después de mi viaje a Burdeos, fue cuando Vanessa y yo, el sábado 7 de junio, nos dimos los primeros besos; el 7 de junio, día decisivo que transformó nuestras vidas. Aquí dejo la pluma, ya que lo he contado todo en la novela, en el diario, en los poemas que me inspiraron mis amores con esta muchacha excepcional.
Otoño de 2020. La primera página de la Repubblica trae este titular: Ho ucciso Daniela e Eleonora perché erano troppo felici. He pensado de inmediato en un consejo que nos dio Cioran, a Vanessa y a mí, una noche cenando en el 21 de la rue de l´Odéon; hablábamos de las cartas de denuncia en la policía de menores:
«No hay duda de que habéis exhibido vuestra felicidad con demasiada insolencia. Cuando seáis felices no tenéis que hacerlo ver, la sociedad nos os lo va a perdonar. La felicidad nos es siempre fatal. En los Balcanes, cuando sucede alguna cosa feliz, los campesinos hacen ofrendas a los dioses para pacificarlos -los dioses que están envidiosos de las alegrías humanas».
Estas palabras de Cioran eran de oro. No habríamos tenido que subestimar la capacidad de herir de que está cargado el resentimiento, el papel que desempeña la envidia en la vida social.
Vanessa y yo éramos bellos, nos adorábamos, y este amor brillaba en nuestros rostros como un sol: un crimen irredimible a los ojos de quien no es amado.
El anónimo bastardo (un desequilibrado, amigo de su madre) que nos denunció a la policía de menores lo hizo por envidia; así como la envidia es lo que explica los asombrosos ataques de que he sido objeto desde finales de 2019. No son mis defectos los que me procuran enemigos, son mis cualidades. Si hay tantos que toman como pretexto el libro de Vanessa para buscar de ajustarme las cuentas (puesto que el libro no es la bomba, sino solo la mecha), es porque envidian desde hace mucho tiempo mis dotes de escritor, mi libertad de espíritu, mi vida amorosa, mi bohemia sin cuidados, en suma las contradicciones que me animan y que, en lugar de enmascararlas (como hacen, prudentes, los arribistas que aspiran a puestos y honores), son la fuente de mi inspiración poética y novelística. Estos mediocres envidiosos estan tan solo esperando la ocasión para ponerme en la picota, para pegarme sobre la frente la estrella de apestado; Vanessa se la ha dado.
Qué puede haber en su relato que permita a esos desgraciados mancha-páginas hablar de mí como de un depredador sexual, de un estuprador? Para osar tal mentira, hace falta no saber leer. No creo ni por un segundo que mi queridísima amante haya escrito semejantes estupideces. Sus cartas testimonian la alegría, la confianza, la felicidad, el encanto que desde el principio, y después a cada etapa de nuestra creciente intimidad, le suscitaron nuestros amores. Incluyendo aquella, ya evocada, que me escribió dos años después de dejarme. Esta correspondencia prueba que no merezco ninguno de los epítetos que han usado mis difamadores. Y no importa que sean difamadores de buena fe (pienso en ciertas feministas que creyeron ciegamente en mi maldad); buena fe no es sinónimo de verdad.
Si, como algunos me dicen, es la propia Vanessa la que difama nuestro pasado (en el libro, en entrevistas), la que hace de mí un personaje de Sade (Dolmancé, lo he sugerido en el capítulo precedente) o un personaje de Laclos (Valmont, empeñado en pervertir a la joven Cecilia de Volanges), no encuentro más que una explicación posible para una tal deformación de la verdad: treinta años después de nuestra ruptura, alguien -un amigo envidioso de lo que hemos vivido? un psicoanalista persuadido de que el amor entre una adolescente y un adulto sea por definición una calamidad? – le ha puesto el cerebro del revés. Vanessa es una gran persona, no puedo imaginar otra explicación a su desolador e inepto cambio.
Entre paréntesis, hay que observar que ni la cecilia de las Liaisons ni la Eugenia de La filosofía en el aseo aman a los hombres que las inician en los gestos del amor, y reciprocamente ni Valmont ni Dolmancé sienten el menos apego por ellas. mientras que la Allegra y el Kolytcheff de Harrison Plaza se aman con locura. Y es libremente, tras meses de reflexión, que Allegra se echa en brazos de Kolytcheff, brazos de un hombre que por el amor de ella cambiará su vida.
La modestia es una virtud de la que hay que hacer un uso parsimonioso. Reconozco con gusto que K. no habría sido el marido ideal para Allegra; pero nadie me quitará de la cabeza que, tratándose de la elección de su primer amante, a la bella Allegra podía haberle ido mucho peor.
Confío en la justicia y tengo la firme esperanza de que el procurador, cuando haya terminado la investigación, anunciará su archivo sepulcral, pero si la masacre mediática, de inaudita ferocidad, que comenzó a fines de diciembre de 2019, llevará a un proceso -visto que el Estado podría considerar que la emoción popular exige un culpable, que hay que darles un hueso para roer- será a la escritura, puesto que soy un escritor, a la que confiaré mi defensa: pediré al tribunal que se lea en voz alta la carta de despedida de Vanessa, una carta de acentos racinianos en la que me dice que fui su primer amante, su tierno iniciador, lo que la permitió custodiar de por vida un bello recuerdo del descubrimiento del amor; que nació en mis brazos; que nunca en la vida podría arrepentirse de haberme conocido y amado, y lo juraba delante de Dios, que en realidad no me estaba dejando porque tendría a su lado «como los ángeles custodios o como barricadas», las cosas que tenía «por las más preciosas en el mundo»: mis cartas, mis poemas, mis fotografías.

  1. Marie-Élisabeth, una de las muchachas más ingeniosas que he conocido, aludía así a la frente arrugada de su padre cuando descubrió que su hija de 16 años tenía un amante, y que este amante era un servidor. «Gabriel M no te ama, el único hombre que te ama es tu padre!», brontolava. Y Baby-Boom: «Papá, eso es freudiano!».